domingo, 24 de febrero de 2013

Lord Charles Smith

Lord Charles Smith tenía ocho años. Era un niño nacido en el seno de una gran familia británica del siglo XIX. Los Smith, adinerados, respetados y temidos por todos.
Lord Charles Smith lo tenía todo. Dinero, sirvientes, juguetes, educación... Pero no era un niño feliz. Su mirada era triste y melancólica.
Lord Charles Smith lloraba constantemente. Nadie sabía por qué. Era un niño solitario. Y su madre se preocupaba y se consumía. Y su padre se enfurecía.
Lord Charles Smith tenía una madre buena y cariñosa. Una mujer generosa y amable. Y tenía un padre ambicioso y poderoso. Un hombre iracundo y rabioso. Un ser que lo quería todo. Quería tenerlo todo y que los demás no tuvieran nada.
Lord Charles Smith vivía en una gran mansión, pero a él le sobraba demasiado espacio. Vivía rodeado de gente, pero se sentía solo. Sentía el amor de su madre, pero también la ira de su padre.
Lord Charles Smith era un niño extremadamente sensible. Sentía dolor. Pero no era físico. El dolor estaba en su corazón. En su mente. En su alma.
Lord Charles Smith no era feliz. Y no era feliz porque su madre no era feliz. No era feliz porque su padre era un ser iracundo que hacía a los demás infelices. No era feliz porque toda la gente a su alrededor no era feliz. No era feliz porque había demasiada gente en su mundo que no era feliz.
Lord Charles Smith tuvo que ir una mañana al cementerio. Su padre había muerto. Él heredó mucho dinero. Un dinero ganado con la ira de su padre y las lágrimas de su madre.
Entonces, por fin, Lord Charles Smith sonrió. Por fin iba a ser un poco más feliz porque ese dinero iba a servir para algo.
Lord Charles Smith compartió toda su fortuna con aquellos que más lo necesitaban. Con los que habían sufrido la ira de su padre. Con los que habían sufrido la maldad del mundo. Con los que habían sufrido la necesidad de comer cuando no tienes que echarte a la boca.
Lord Charles Smith sonrió. Fue un poco más feliz porque pudo hacer un poco más feliz a un poco más de gente.

lunes, 11 de febrero de 2013

El juguete

Pablo tenía cuatro años.
Un día, su papá le quiso sorprender con un bonito camión de juguete. Pero a Pablo no le gustó el regalo, así que lo tiró al suelo.
El camión se rompió en pedazos, pero el abuelo de Pablo los recogió y los guardó.
Otro día, su mamá le dio otra sorpresa. Le regaló un precioso peluche. Pero a Pablo no le gustó el regalo,así que lo tiró al suelo.
El peluche se manchó, pero el abuelo de Pablo lo recogió y lo guardó.
Varios días después, su abuela le quiso sorprender. Le regaló una bonita cocinita. Pero a Pablo no le gustó el regalo, y lo lanzó por la ventana.
La cubiertos de la cocinita se desperdigaron, pero el abuelo de Pablo los recogió y los guardó.
Tras muchos días, el abuelo le quería hacer un regalo. Era un muñeco viejo y raído. Un muñeco que a Pablo le encantó. Pero también era un muñeco que Pablo no podía tener.
Pablo estaba muy enfadado. No sabía por qué no podía tener aquel juguete, hasta que llegó a su habitación y se encontró con una caja. Eran todos los regalos que había despreciado. Y todos estaban arreglados y limpios.
Entonces, Pablo entendió por qué no podía tener aquel muñeco. Así pues, cogió todos aquellos juguetes, y con mucho cuidado, los fue guardando y colocando en armarios y estanterías de su habitación.
Cuando Pablo llamó a su abuelo para que lo viera, este, muy contento y orgulloso, le regaló a Pablo aquel muñeco viejo y raído.